«Cuando
era algo mayor que vosotros leí una biografía que
me impresionó. Era de una mujer, Hellen Keller. Sufrió
unas fiebres que la privaron de la vista y el oído y tuvo
que aprender a vivir sin ellos». Francisco Fresno resumía
así, ante el grupo de niños que le atendía
con los ojos como platos y los oídos abiertos al máximo,
cómo se le ocurrió la idea de crear El plotter
ciego, una actividad que, dentro de los talleres Arte
para los niños incluidos en el programa de AlNorte,
se desarrolló ayer en la galería Espacio Líquido.
El plotter, explicaba Fresno, es una máquina
de dibujo asistido por ordenador. Consiste en un rollo de papel
que se va extendiendo mientras la impresora dibuja sobre él
lo que le dicta el software. Los niños que ayer
participaron en el taller se convirtieron en plotters
vivientes. Eso sí, no les asistía un ordenador, sino
sus propios compañeros.
El procedimiento era sencillo: los niños se ubicaban en parejas
y entre ellos se intercambiaban el papel de impresora y el de ordenador.
El primero se tapaba los ojos y, ayudado del otro, debía
reproducir en una lámina el modelo que Fresno había
dispuesto en la cristalera de la galería.
Y seguían dos métodos: primero, el ordenador
daba las órdenes de viva voz; después, cogía
una mano de su plotter e iba guiándola sobre
el modelo mientras la otra dibujaba, en la lámina contigua,
una reproducción que, huelga decirlo, nunca resultó
totalmente exacta. Y eso que los modelos eran distintos según
el procedimiento que se siguiese. Aquellos que el ordenador
optaba por reproducir a viva voz eran figuras geométricas.
Los que recibían ayuda manual consistían en contornos
de figuras rupestres.
«Jo, es que es muy difícil...» Los ánimos
flaqueaban entre los chavales tras ver el dibujo que Ángela,
la primera valiente en exponerse a la ceguera voluntaria, había
logrado pergeñar. Tenía que reproducir un modelo geométrico
similar a unas escaleras que descienden, pero lo que salió
fue un dibujo que no despreciaría el Picasso más adscrito
al cubismo. «Lo importante», templaba los ánimos
Fresno, «no es que se parezca al original. Esto hay que verlo
como una experiencia, no como una prueba». Los improvisados
artistas se calmaron un poco, aunque sus miradas delataban que no
parecían tenerlas todas, lo que se dice todas, consigo.
Un minuto de visión
La actividad, además de para divertirse, también sirvió
para entablar una reflexión sobre los sentidos y lo que supone
la carencia de alguno de ellos. Fresno, en un paréntesis
de los juegos, formuló a su reducido pero entusiasta auditorio
una pregunta envenenada: «Si perdierais la vista
y os diesen la oportunidad de recobrarla durante un minuto, ¿qué
os gustaría ver?» Uno o dos segundos de silencio. Después,
la primera respuesta, tan espontánea como inesperada: «¡La
televisión!».
No fue la única. Los doce niños, de entre 6 y 12 años,
se soltaron pronto: «¡Nuestro retrato!», «¡Mi
cara en un espejo!»... Unas respuestas que diferían
un tanto de la que Fresno esperaba. «¿Sabéis
qué es lo que les pasa a las personas que se quedan sin vista?»,
interrogó al auditorio.
Se hizo un breve silencio antes del «nooo» general.
«Pues que poco a poco van olvidándose de cómo
eran las caras de sus familiares y seres queridos; como dejan de
verlas, poco a poco se quedan sin memoria»... Siguió
la actividad, pero la siguiente niña que se vendó
los ojos lo hizo con gesto más grave.
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