P . Merayo
Mientras Carlos
Franco se acerca al ecuador de su taller, que hoy culmina, enfrascado
en la creación con sus alumnos y alumnas de un mural de 12
metros, Ricardo Mojardín iniciaba su aventura en Oviedo.
La Escuela de Arte encendía las luces que a diario se contagian
apagadas del silencio de las aulas para que el artista asturiano
mostrara a 15 aprendices de grabadores las técnicas «inéditas»
de planchas elásticas.
Para empezar el taller, cada cual hubo de crear sus propias intenciones,
dibujandolas primero sobre tabla y arañándolas, después,
con una gubia.
La líneas retorcidas, las curvas insinuantes y la escasez
de figuración (aunque hubo un conejo con todas sus orejas
entre las propuestas) marcaron la pauta mayoritaria de los trabajos.
No hubo, sin embargo, encuentro en los ritmos, pues no lo hubo en
la dificultad de las propuestas. Unas mucha más laboriosas
y atrevidas que otras.
Mientras un grupo se dejaba llevar por las mezclas de tintas de
ofset (pintura para grabados) en las que se aplicaba Mojardín
sobre una mesa acristalada con habilidad y espátula para
guiar el segundo paso del taller, otro seguía aún
surcando su tabla-plancha para conseguir acabar la primera parte
del encargo.
Noé Tuero era uno de ellos. Pero no por lentitud de trazo,
sino por ambición. El joven grabador, alumno como sus compañeros
de taller de la Escuela de Arte, quería llevar a su tabla
una suerte de complicadas geometrías, que le pedían
medir, calcular y arrastrar la gubia con sumo cuidado.
A su espalda trabajaba también en complicados vericuetos
de grabado Jésica Soane. En frente, el resto de alumnos compartían
ya con Mojardín la primeras magias del tórculo, el
rodillo por el que, a una elegida y determinada presión,
se hace pasar la plancha trabajada, el papel en el que aparecerá
el grabado y, entre ellos, una tela entintada.
La aportación
Ese último elemento, que Mojardín llama «mantilla»
es el que aporta el creador al conocimiento de los grabadores. Les
hacía elegir una entre un montón de texturas. Todo
vale, desde un fragmento de mosquitera, hasta un pedazo de plástico
recauchutado.
A la selección le sigue la aplicación de tintas. Primero
el maestro, después cada alumno, recorrían con un
rodillo manchado sin excesos la materia elegida. Y es esa la que
traslada la pintura al llegar entintada al tórculo, donde
se coloca cara a cara frente al papel de grabado. Al dorso de ésta,
aplicando sus surcos sobre ella, la plancha de cada artista. Terminado
el trabajo que convierte las marcas arañadas, a las órdenes
de una suerte de timón, en las únicas ausencias de
pintura sobre el papel grabado, los autores definían lo ocurrido
en términos de alquimia. A todos gustaba todo lo que salía
del tórculo, al que le sometían, cada vez, un reto
mayor.
«Ahora evitamos la plancha y colocamos la mantilla»,
ya cargada no sólo de tinta, sino también de información.
Y resultado, que nadie esperaba, es un negativo de la creación
anterior. La práctica hace mella teórica y los alumnos
se aplicaban, ya al final de la tarde con rapidez. Hoy el taller
sigue y la labor del día será investigar las posibilidades
de otras materias.
Pablo
de Lillo abre taller en Avilés
Pablo de Lillo cierra hoy el triángulo de los talleres
de artista. Su cita es en la Escuela de Arte de Avilés,
donde emprenderá hoy y culminará el viernes
un encuentro teórico práctico sobre las derivas
ornamentales. Le esperan en las aulas de la Escuela 20 artistas
que aspiran a saber más y aprender mejor.
De Lillo es uno de los jóvenes artistas asturianos
con mayor proyección, que en los últimos años
ha venido sorprendiendo a propios y extraños con
su singular manera de entender la composición plástica.
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