Los niños de la guerra que salieron de
El Musel

Ante el avance de las tropas nacionales, más de un millar de niños partieron del puerto de Gijón en la noche del 23 de septiembre de 1937 a bordo del ‘Deriguerina’. Muchos tardaron décadas en volver. Algunos no lo hicieron nunca


Sergio Sánchez Collantes
Investigador en el Área de  Historia Contemporánea de  la Universidad de Oviedo


 
   Mujeres y niños asturianos evacuados en Cataluña I,    de la revista Crónica, Madrid, 10-X-1937, Biblioteca    Nacional de España  

«Hijos, os voy a enviar a Rusia. Permanecer aquí es muy peligroso para los niños. Ya sabéis que la aviación sublevada nos bombardea constantemente y tengo un miedo horroroso de encontraros un día sepultados bajo los escombros de casa. Por eso quiero que os vayáis».
Estas palabras –u otras similares– las escuchó de boca de su madre uno de los niños que salieron de Gijón en 1937. Quien lo trajo al mundo, con voz temblorosa y armada de valor, adoptaba así la que seguramente constituyó la resolución más difícil de su vida.


El testimonio extractado corresponde a Ángel Rodríguez. Lo recogió hace años Enrique Zafra y hoy forma parte del archivo salmantino rebautizado como Centro Documental de la Memoria Histórica. Se trata de uno de los llamados ‘niños de la guerra’, una categoría en la que los historiadores y la ciudadanía de a pie reconocen a los cientos de menores que fueron evacuados durante la guerra civil española. Desde 2005, un monumento les rinde homenaje en el paseo de la gijonesa playa del Arbeyal. Y la escultura precisamente es obra de uno de ellos, Vicente Moreira Picorel, que falleció hace tres años.


En septiembre de 1937 las expectativas de los asturianos partidarios del Frente Popular eran de todo menos halagüeñas. Las ofensivas sobre Oviedo habían fracasado y, bien entrado agosto, la provincia quedó aislada tras caer Santander en manos de las tropas sublevadas, mientras los bombardeos de la Legión Cóndor aterraban a cualquiera que los sintiese.
El desánimo empezó a cundir hasta en los espíritus más optimistas. El avance de las brigadas navarras en dirección a Gijón, después de haber vencido toda resistencia en la sierra del Cuera, confirmó los peores vaticinios. En ese momento se hizo inaplazable el proyecto de poner a salvo a los niños, igual que había sucedido en otros lugares de la España republicana que se encontraron en situación parecida.


 
   Mujeres y niños asturianos evacuados en Cataluña II,    de la revista Crónica, Madrid, 10-X-1937, Biblioteca    Nacional de España  

Durante la guerra, miles de niños fueron evacuados a diferentes países: la Unión Soviética, Francia, Bélgica, Reino Unido y Méjico pueden considerarse los principales. La mayoría de los asturianos terminaron en la URSS. Los historiadores suelen distinguir cuatro grandes evacuaciones que tuvieron este último lugar como destino final. La primera salió de Valencia el 17 de marzo de 1937 con 72 niños procedentes de Madrid, adonde muchos habían llegado a su vez desde varios puntos de la costa mediterránea. La segunda, la más numerosa, partió de Santurce (Vizcaya) en la madrugada del 13 de junio y la integraban unos 4.500 niños, entre los que no faltaron asturianos; en torno a un millar y medio del total fueron luego llevados a Leningrado. En tercer lugar se produjo la de Gijón, que en la noche del 23 al 24 de septiembre envió unos 1.100 niños oriundos de la región y también vascos y cántabros. A finales del 37 aún existían unas 170 colonias en distintos puntos de la España republicana, que sumaban casi 17.000 niños. La última salida se verificó en el otoño de 1938 desde Barcelona, aunque las cifras varían según las fuentes entre los 76 y los 300, seguramente por tratarse de la reunión de distintos grupos.


Las autoridades frentepopulistas promovieron y ampararon dichas evacuaciones. Fueron inicialmente dirigidas por el Ministerio de Sanidad y Asistencia Social, al que le brindaron su colaboración el Socorro Rojo Internacional y otras organizaciones, como la Asociación de Trabajadores de la Enseñanza de Asturias. La expedición gijonesa resultó de las gestiones de la Consejería de Instrucción Pública del Consejo de Asturias y León, tras aceptar un ofrecimiento del cónsul de la URSS en la villa. Para ello se fijaron unas normas según las cuales tenían prioridad los huérfanos de fallecidos en combate.


La evacuación de Asturias se venía pensando desde hacía tiempo. En algunos puntos de la ciudad, existían casas requisadas o cedidas que se utilizaron para reunir a los niños e intentar distraerlos del horror de las bombas y las balas. Es muy ilustrativa al respecto una fotografía que tomó Constantino Suárez en la quinta Bauer, en Somió, que entonces acogía el orfanato Rosario de Acuña. Se conserva en el Archivo Municipal de Gijón y en ella puede verse un conjunto de niños que se apiñan junto a la balaustrada del acceso principal, mientras que otro, solitario, presencia la escena desde un balcón. En el grupo se distingue a uno con la cabeza vendada.


 
   Recorte de noticia, del periódico La Libertad, Madrid,    5-X-1937, Biblioteca Nacional de España..jpg  

Hace siete años entrevisté a una de las niñas que aguardaron su evacuación en distintas casas de las afueras de la villa. Se trata de Araceli Ruiz Toribios, que en 2008 recogió en nombre de la Asociación de Niños de la Guerra la medalla de plata con la que el Ayuntamiento gijonés distinguió a este colectivo. Su testimonio abarca más de 10 horas y esta duración incluso es poca, tratándose de semejante experiencia vital. Araceli recuerda que primero estuvo en la quinta Arango, en Cuatro Caminos, y que después la llevaron a otra de Roces. De la casa en la que permaneció esos días, Ángel Rodríguez nunca olvidó que las ventanas del sótano estaban protegidas con sacos para evitar la metralla y que les sirvió de refugio: «Cinco o seis veces al día teníamos que correr a ese sótano, tapándonos los oídos para tratar de no oír el silbido de las bombas que siempre caían demasiado cerca».


En esos puntos estratégicos, los niños esperaron el momento idóneo, un aviso que no tardó en llegar: se decidió que la partida se efectuara el 23 de septiembre. Varios autocares condujeron a los niños hasta El Musel. Según relata Adolfo Eustaquio Cabal en sus ‘Memorias imborrables’, los más pequeños salieron primero. Lo hicieron por la noche, despacio y con los focos apagados, para que no los vieran quienes patrullaban las costas. En las aguas del puerto esperaba el ‘Deriguerina’, un carguero francés que tenía previsto dirigirse a Burdeos. Al mismo escenario acudió un mes después el médico republicano Carlos Martínez, que al escribir sus impresiones describió la zona como «una masa de sombras»: «La gente afluía sin cesar a los muelles y la riada humana se hacía allí más densa, más fácil presa del nerviosismo, moviéndose desorientada de un lado a otro».


Los niños embarcaron junto con un grupo de educadores y auxiliares bajo la dirección de Pablo Miaja, un viejo maestro de Oviedo procedente de una familia muy ligada al republicanismo. Una de las cuidadoras era Águeda Ruiz Toribios, hermana mayor de Araceli y fallecida en 2011 a los 97 años. Buena parte de los críos eran hijos de mineros y trabajadores de distintos oficios. En otro de los testimonios compilados por Zafra, Adolfo Cenitagoya recuerda que el barco zarpó de madrugada «entre lágrimas, gritos, órdenes, explosiones de obuses y bombas». Araceli habla de un carguero sucio y sin comida. Viajaron en las bodegas, que se acondicionaron mínimamente para la evacuación: «habían colocado paja y mantas que nos servirían de cama y abrigo», recuerda Cabal del Cueto. La presencia del crucero ‘Almirante Cervera’ forzó un cambio de rumbo y el barco finalmente atracó en Saint Nazaire, en la desembocadura del río Loira. Después, un subconjunto de los niños fue trasladado al buque soviético ‘Kooperasiia’, y tras pasar por Londres y cambiar otra vez de barco, llegaron a Leningrado a primeros de octubre en el ‘Felix Dzerzhinsky’. Lo primero que se hizo fue asearlos, proporcionarles ropa nueva, alimentarlos y someterlos a una revisión médica. Luego fueron conducidos a las denominadas Casas de Niños.


Quienes embarcaron en El Musel no fueron los últimos niños asturianos en salir de España. La revista madrileña Crónica, por ejemplo, publicó en su número del 10 de octubre de 1937 una fotografía de mujeres y niños evacuados de Asturias que habían llegado a Cataluña. Sumaban unos quinientos y se les inmortalizó mientras esperaban un autobús que los llevara a la estación de ferrocarril para viajar hasta Manresa.


Lo que a todos ellos les deparó el lugar de acogida es otra historia, pues las experiencias difirieron según las personas y las circunstancias. Los recibimientos fueron sin excepción majestuosos, pero los años posteriores no siempre resultaron fáciles. El estallido de la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, obligó a muchos a seguir huyendo.


Las cartas de los adultos demuestran que todos entendían que se trataba de una medida provisional y así se lo hicieron saber a los niños: «nos decían que volveríamos a casa en cuanto terminar la guerra», recordaba Ángel Rodríguez. Araceli sentencia: «nadie se imaginó que era pa toda la vida». En efecto, la mayoría no regresaron hasta después de muchos años y algunos jamás llegaron a hacerlo.


De los protagonistas de esta diáspora infantil, unos pocos han escrito sus recuerdos, como José Fernández Sánchez (’Memorias de un niño de Moscú: cuando salí de Ablaña’, 1999), Isabel Argentina Álvarez Morán (’Memorias de una niña de la guerra’, 2003) o el citado Adolfo Eustaquio Cabal (’Memorias imborrables’, 2007). A ellos remitimos a quien desee conocer testimonios de primera mano. En cuanto a las investigaciones sobre el particular, hay un nombre que destaca justificadamente en el panorama historiográfico: el de la profesora Alicia Alted Vigil, responsable de varios proyectos y autora de numerosas publicaciones.

 

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