Un leal y fiel servidor de España

Pedro Menéndez se enroló a los catorce años y a los dieciséis tenía su propio barco. Fue Adelantado de La Florida, gobernador de Cuba y Capitán General de la Armada
ANTONIO FERNÁNDEZ TORAÑO

Retrato del actor Pablo Castañón caracterizado como Pedro Menéndez de Avilés. MARIETA


Pedro Menéndez de Avilés, nace en la villa de este nombre el 15 de febrero de 1519, en el seno de una familia hidalga de la que formaron parte un total de nueve hermanos, cinco, fruto del primer matrimonio de sus padres, y otros cuatro del segundo matrimonio de su madre.

Con una infancia seguramente complicada (fue dejado a cargo de unos familiares siendo un niño de corta edad, familia de la que terminó huyendo) demostró pronto su vocación por la vida en el mar, enrolándose a los catorce años como grumete en una Armada surta en Santander destinada a combatir a los piratas y corsarios franceses que batían las aguas del Cantábrico. A partir de ese momento, no aceptó otra actividad ni otro medio de vida que la de marino, haciéndose a los dieciséis con su propio barco.

En 1550, con 31 años atraviesa por primera vez del Atlántico para combatir a los corsarios franceses que atacaban a los mercantes de la ‘carrera de Indias’. Durante estos años de la década de los 50 y parte de los 60 Menéndez compaginará el cargo de Capitán General de la Armada con la de empresario de una flota de mercantes de su propiedad.

Felipe II le encomienda conquistar y evangelizar Florida, y en 1565 Menéndez inicia una frenética actividad en el Caribe fundando asentamientos, levantando fortines, reforzando las defensas, explorando la costa y organizando un sistema de suministros.

Cuando se septiembre de 1574 falleció de tifus en Santander, a los 55 años, había cruzado el Atlántico más de veinte veces en ambos sentidos, soportando tormentas y huracanes; había explorado selvas desconocidas para los europeos, sus contemporáneos, soportando climas y peligros extremos; había combatido a corsarios y soldados de otras potencias europeas, y finalmente fue a morir en su patria, pero lejos de su hogar, que había fijado, precisamente, en Santa Elena, a donde deseaba retirarse para disfrutar, allí, el resto de sus días.

Su rey supo reconocer, con la sobriedad que le caracterizaba, su lealtad y su valía, cuando el 24 de septiembre describía así a Requesens la muerte de este gran marino y servidor de España: «…Su muerte me ha desplacido mucho por haber perdido un tan buen criado y porque ha hecho y hará harta falta…»